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Cuando conocí a Christina Hayworth

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Cristina Hayworth

Ayer me enteré por el periódico Metro que Christina Hayworth falleció. Me dio una pena enorme enterarme por la prensa, pero a la misma vez, me dio una mezcla de coraje y también de risa. Tristeza por las condiciones en las que vivió sus últimos años, coraje por los vejámenes que sufrió y que muchos presenciamos, y risa, por la forma en que ella encaraba la vida. Era valiente la Christina. Valiente y graciosa.

Para muchos será una desconocida, pero para los periodistas que corríamos buscando la noticia entre el Capitolio y La Fortaleza a finales de los 90 y principios del siglo 21, Cristina era una constante. Era casi una figura mitológica, que sin tener carro y vivir del “pon”, estaba presente en todas partes. En un piquete en el lado sur del Capitolio, cuando Edison Misla Aldarondo convocaba a la prensa a su oficina, en la salita de prensa en La Fortaleza al lado del gobernador de turno o poniendo su grabadora frente a la boca del reverendo Jorge Raschke y de otros pastores que la miraban de reojo y después la ayudaron, o al frente en la parada Gay del Condado, que ella ayudó a organizar. Cristina era casi omnipresente. Estaba en todas partes, casi al mismo tiempo, pero para muchos que preferían obviarla, pretendían que era invisible.

 
Muchos periodistas le tenían rabia. Quizás por homofóbicos, porque no tenía credencialo quizás porque entraba a las conferencias de prensa y no la veían como parte de un medio “oficial”. Como si la libertad de prensa fuera algo exclusivo de los medios conocidos. Era una combinación de eso, y de proteger el mundillo de los periodistas, pero también era aquello de sacar a pasear los prejuicios, porque además de ser gay, ella no se expresaba con corrección en español.

Y ella era imponente. Alta, con una cabellera rubia Miss Clairol que recogía en una especie de trenza y que adornaba con una diadema, para verse formal. Siempre iba a las ruedas de prensa o a los piquetes ataviada con ‘blazers’ negros, falda línea recta, y grabadora en mano, aunque muchas veces la grabadora iba vacía, sin cassette. Sí, era esa época de los cassettes. Verla así era un espectáculo adicional al circo de la politiquería y corrupción gubernamental que cubríamos, y esto incomodaba a muchos periodistas, que la rechazaban.

 


Eso es un hombre”, decían algunos periodistas. “Es una loca sucia”, decían otros reporteros, muy conocidos, por cierto. Así contestaban cuando venía una novata como era yo entonces, y les preguntaba que quién era ella y para qué medio trabajaba. Después de todo, verla tan alta, fornida, con su manzana de Adán en el cuello y ese vozarrón de tenor, añadía color a la escena. La primera vez que la vi, me sorprendió todo eso, pero me sorprendió más el desprecio que algunos compañeros de la prensa le profesaban. La homofobia es una enfermedad que abunda en Puerto Rico, y para esa época era más directa y palpable.

Por algún tiempo, yo le sonreía, tímidamente. Ella siempre me sonreía, pero no se atrevía a acercase, porque yo siempre andaba con varios esos periodistas veteranos, de la vieja guardia, de quienes yo aprendía el oficio. Y cuando venían ciertas periodistas, ella se alejaba. Quizás para evitar un mal rato.

Un día, en la salita de prensa en La Fortaleza, le pregunté a mi querido amigo y mentor Julio Ghigliotty, ¿quién era ese ser? Lo que aprendí en ese momento es que la gente puede ser cruel, aun los que dicen que defienden a los desvalidos.  Hasta el propio Julio fue víctima de esa gente homofóbica, sólo por proteger a Christina. Y eso nadie me lo contó. Yo lo ví, allí mismo en la Mansión Ejecutiva.

Julio me explicó que Christina era una trans, activista por los derechos de los gays, y que trabajaba para un periódico pequeño que publicaba esa comunidad en el Condado. Que como muchos la rechazaban, ella no se atrevía a hablarle a los periodistas, pero que una vez ella le pidió pon, y él la llevó hasta donde ella tenía que ir. A partir de ese momento empezaron con un vacilón que persiguió a Julio por muchos años. No vale la pena mencionar lo que le decían, pero sé que a Julio nada de eso le importó, y siempre que podía, la ayudaba.

Cuando Julio me contó eso fue que me atreví, y me le acerqué para presentarme. Ella sonrió y hablamos un poco. Ese día el pon se lo di yo, y fue hasta el Capitolio. Después de eso, siempre nos saludábamos y a veces nos topábamos en una cafetería con otra gente. No puedo decir que nos hicimos amigas íntimas, pero sí desarrollamos una conexión especial. 

Me hacía reír con sus comentarios y cuentos, con la forma en que hablaba y se movía. Era fanática de Rita Hayworth y del cine de oro de Hollywood.  Y Christina me explicó lo que fueron las protestas de Stonewall en Nueva York, cuando la policía atacó a muchas personas en esa discoteca, lo que desencadenó protestas que iniciaron las luchas públicas por la comunidad Lesbiana, Gay, Bisexual, Transexual y Transgénero. No le creí cuando me dijo que estuvo allí, en esas protestas, hasta que me llevó un viejo álbum de fotos.


Ella me contó de sus luchas, y de lo que pasaban en esos momentos los miembros de la comunidad gay en Puerto Rico.  Me dio tanta pena lo que me narró, recuerdo, que ese día la invité a almorzar a la cafetería en Capitolio y le prometí que publicaría historias sobre los derechos de los gay.

Así que fue gracias a Christina, y a otros amigos de entonces como Pedro Julio Serrano y Ronnie Billini, decidí hacer la primera “mesa redonda” en la redacción de El Nuevo Día dedicada a la comunidad gay.

 
Cristina, besando al entonces alcalde de NuevaYork, Rudy Guiliani 

Fue un hito porque era la primera vez que todo el liderato LGBTTQ fue invitado a la redacción a presentarle a los políticos y al pueblo sus necesidades. La idea era que los candidatos y políticos las incorporaran en su programas de gobierno. Era la primera vez que sus derechos lograron una primera plana, y recuerdo que hasta gané varios premios de periodismo por esa serie de reportajes. Uno bien especial, fue el Premio Solidaridad de la Iglesia Cristo Sanador, que integraba a la comunidad gay.

Para esa serie de reportajes, invité a todos los líderes de la comunidad LGBTTQ, abogados de un proyecto de derechos humanos de la Universidad Interamericana, y hasta líderes religiosos y de Amnistía Internacional. Con excepción de David Colón, mi entonces jefe, el resto de los editores y periodistas de El Nuevo Día no quisieron acercarse porque “había mucho pato junto”, decían algunos. Y yo me enfogonaba por el insulto. Eso de llamar “pato” para mi es una mala palabra porque nadie tiene ni pico ni alas. Quizás lo hacían relajándome a mí, porque sabían que me molestaría.

La mesa redonda comenzó con una especie de shock, pero luego muchos de los líderes que no se hablaban entre sí o eran de partidos políticos distintos, empezaron a hablar y se formaron muchas discusiones. Recuerdo que mientras peleaban, me paré y escribí en la libreta una lista de las cinco cosas en las que estaban de acuerdo. Una era eliminar la ley de sodomía, otra permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, y otra los derechos de herencia.

En una parada LGBTTQ en conmemoración de Stonewall

Creo que fue Ada Conde o quizás, Pedro Peters, quienes llamaron a la paz, y dijeron que era un momento importante para esa lucha porque buscaron las coincidencias ya que había representación de todos los sectores, menos los trans.  ¡Fue entonces que me di cuenta de que Christina no había llegado! Me dio una pena enorme, lo sentí en el alma porque eso se logró por ella.  Después supe que ella no consiguió quien la llevara al periódico en Guaynabo, pero estaba feliz por la serie de reportajes que publicamos. La entrevisté individualmente, como seguimiento, pero siempre lamento que no estuvo presente en aquella mesa redonda.

Con el paso del tiempo dejé El Nuevo Día y dejé de ir a ruedas de prensa. Dejé de ver a Christina, y no supe más de ella hasta que trascendieron noticias de que estaba viviendo en condiciones infrahumanas. Fue el reverendo Raschke y su hija la exlegisladora Kimmey, quienes la ayudaron y la llevaron a un albergue. La noticia salió en muchos medios, incluyendo en la televisión.

No me cabe la menor duda que su vida tuvo muchas tristezas, pero también muchas alegrías. Aprendí de ella eso que una vez dijo la madre Teresa de Calcuta, de que la alegría es una red de amor por la que puedes atrapar almas.

Christina Hayworth atrapó muchas almas porque siempre dijo quien era y lo que sentía. Ella sabía que quienes se molestaban por si ser, en realidad, nunca importaron. A quienes les importó ella, su ser nunca les molestó. Por el contrario, les dio una lección de vida.

 



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