Zapatos de muertos durante el huracán María (foto por CNN) |
(NOTA: Esta columna fue publicada originalmente por NotiCel el 3 de junio de 2018 - http://www.noticel.com/opiniones/blogs/en-blanco-y-negro-con-sandra/descansen-en-paz/748507647)
Una lúgubre noche después del huracán María el alcalde de Toa Baja, “Betito” Márquez, llegó hasta el estudio de Wapa Radio en aquella cobertura especial cuando no había luz en ningún sitio y me dijo: “Hay muchos muertos”. “¿Cómo cuántos?”, le pregunté y él me dijo: “Creo que van entre ocho a 10. Yo vi gente aguantadas de las verjas para que el golpe del agua no se los llevara arrastrados, había gente encamada que se quedaron durmiendo y el agua los cubrió. Son muchos muertos. Sí, son muchos muertos”, me respondió, resistiendo, pero sus ojos lo delataban. Brillaban como los de alguien que había llorado momentos antes. Me vi reflejada en ellos. Era esa misma mirada que veía en tanta gente que llegaba de todas partes de Puerto Rico contando la tragedia que nos tocó vivir a todos.
La mañana siguiente llegaron unas gemelas y les contaron a los periodistas que estaban en ese momento al aire, encabezados por Wilda Rodríguez, que querían informar por las ondas radiales a los demás familiares que su padre había muerto porque no llegó la máquina de oxígeno a tiempo.
Por la tarde me enteré de uno de esos cuentos que todavía me estruja el alma. Uno de mis mejores amigos que es parte de mi familia, José Fidalgo, pasó el huracán en la casa de sus papás en la urbanización Villa Nevares, cerquita del Centro Médico. Sus papás estaban viejitos y todo el estrés del ruido de los vientos los tenían nerviosos. Fue tan fuerte que su padre no resistió. Falleció de un infarto fulminante. José y su mamá tuvieron que lidiar con el escalofriante dolor de tener a su padre fallecido en plena casa, durante el huracán. Después, estuvo varios días hasta que lograron sacarlo. Él, su hermana María, a quien quiero mucho, al igual que toda la familia, todavía no superan su partida.
A los pocos días, como a eso de las tres de la mañana, estaba al aire en la emisora con la periodista Ada Jitza Cortés, cuando de pronto llegó una de esas personalidades de la historia del baloncesto en Puerto Rico, Diego Meléndez, hermano del famoso coach del equipo nacional, Flor Meléndez. Con sus más de seis pies de impresionante altura y esa voz grave de tenor, Diego llegó y empezó a llorar acongojado. Desconsolado, gemía. Ver a un hombre tan alto y fuerte llorando, conmueve a cualquiera. En medio de su ataque de llanto nos contó que, en esas noches oscuras sin luz, su hija de 36 años comenzó a convulsar y se resbaló, cayendo al piso. Se golpeó la nuca. Su familia estaba en otras partes de la casa y no se enteraron hasta un rato más tarde, porque la llamaban, pero ella no contestaba. Le dieron respiración boca a boca, pero nada. Intentaron revivirla, pero no pudieron. Lucharon por salir de su casa en Canóvanas, pero los árboles en el medio y el río crecido les impedían salir de la carretera. Ella murió. El llanto de Diego Meléndez jamás lo voy a olvidar.
Tampoco olvidaré que en esos días se fue mi mejor amiga Aileen Jordán. Era joven, pero la faena del huracán la afectó. Tenía que cargar cubos de agua y luchar contra el calor y los mosquitos en su casa en Puerto Nuevo, para estar lista en su trabajo al día siguiente. Allí, como gerente de recursos humanos, enfrentaba las historias de sus empleados que lo habían perdido todo, veía a clientes tratando de abastecerse y a la vez luchaba con los vaivenes de la luz, muchas veces a oscuras y en calor. Me dijo que le dolían las manos y la espalda de tanto esfuerzo físico. Fue la última vez que hablamos porque al día siguiente, en pleno trabajo sintió un dolor en el pecho. Fue un infarto masivo y murió, dejando huérfana a una hermosa hija de apenas 13 años. Todos los días siento el vacío que dejó en mi vida su partida.
El papá del insigne escritor Elidio La Torre Lagares, dos primos de mi mamá en Caguas y Hato Rey, la joven diabética secretaria en la agencia del gobierno, el joven maestro de Mayagüez, cinco envejecientes de familias distintas en el barrio Canta Gallos de Guaynabo, los deambulantes que ya no se ven en las calles, los casos que todavía no sabemos, en fin, son demasiados muertos después del huracán.
Fueron muchos los que no aguantaron las enfermedades. Son cientos, creo que miles, los casos de personas que sufrieron o cuyas condiciones se agravaron por la falta de luz, acceso a hospitales y demás problemas provocados por el huracán. Esos no están en las estadísticas oficiales del gobierno.
La realidad innegable es que el dolor arropa todas las esquinas de Puerto Rico y ha tocado a casi todo el mundo de una forma u otra, porque al que no se le murió un conocido, tiene a alguien enfermo, o su familia se rompió porque la crisis aceleró la emigración. A veces la partida es como una muerte. Eso se siente en la mirada de los que se quedan aquí. El pueblo está de luto, pero en el gobierno nadie lo quiere admitir. Peor, lo descartan.
El denominador común desde el principio ha sido la insensibilidad, el cinismo y hasta la pedantería de los funcionarios cercanos al gobernador Ricardo Rosselló. Decir que son 64 muertos cuando la gente está enterrando a sus familiares, no solo es una falta de respeto, sino una burla. Ver páginas en redes sociales con familiares de políticos diciendo que esos “no cuentan” porque murieron, o que si no hay acta de defunción es que no importan, es un asco.
Desde el día uno se levantó ese cuestionamiento de la falta de transparencia con las muertes. Lo han hecho muchos periodistas y líderes cívicos. Lo hice y lo he reiterado desde entonces, incluso hasta se lo reclamé de frente en un foro público en el que participé junto al jefe de seguridad Héctor Pesquera, pero nada sucede. Es como si quisieran esconder los muertos. Pero el hedor de muerte lo impide. Los muertos están ahí y sus espíritus reclaman justicia y respeto.
Jamás olvidaré la conversación con la periodista Carla Minet, cuando me narraba cómo los reporteros del Centro de Periodismo Investigativo se tiraron a la calle en esos primeros días de caos y entrevistaron alcaldes, familias y dueños de funerarias en todo el país. Identificaron cerca de 50 víctimas fatales del huracán adicionales que no eran los que estaban en la lista de 55 que decía el gobierno a ese momento. Fueron los primeros en intentar buscar respuestas oficiales para tanta gente que lloraba la pérdida de algún ser querido. Después llegó la cadena CNN y en una investigación revelaron que las muertes que no estaban contadas por el gobierno rondaban cerca de las 500 personas.
Rosselló y Pesquera insisten en que la cifra real son 64 según las actas de defunción, pero saben que el pueblo no les cree. Por eso el gobierno contrató al Instituto Milken de la Universidad George Washington para investigar las muertes. Casualidad o quizás causalidad que pidieron más tiempo para hacer ese trabajo justo cuando apareció el estudio de la Universidad de Harvard, y entonces llegó la cifra de la discordia. Harvard University estimó las muertes esta semana en 4,645. A partir de ese momento se montó el andamiaje de propaganda para tratar de desacreditar el estudio, pero es difícil hacerlo cuando Harvard es una de las universidades más prestigiosas del mundo.
Fotos de zapatos de muertos durante el huracán María (Foto PR Art)\ El colmo de la afrenta hacia las personas que han perdido amigos o familiares pasó hace dos días, usando la figura de la primera dama Beatriz Rosselló. Digo que es usándola, porque me niego a pensar que fue ella. Me refiero al comentario en su cuenta de Twitter que los zapatos que iban a usar en una protesta frente al Capitoliose los dieran para ella regalárselos a niños cuando empiecen a repartir mochilas y materiales educativos en las escuelas públicas. No fue inocencia, fue cinismo puro. Tuvo que ser uno de sus ayudantes, de esos a los que no les importa llevársela por el medio. Pero por más que intenten criticar y desviar la atención pública, el dolor de la gente está ahí. |
Sean 16, 64, 4,645 o los que sean, la realidad es que aquí murió mucha gente. Cuando muere un hermano, un familiar, un vecino, un amigo, se sufre. Puerto Rico está de luto. Tenemos que admitirlo. Negarlo es un acto asesino y criminal.
Decretemos un día de luto para llorar a nuestros muertos. Que sea algo oficial e institucional, pero a la vez, de pueblo. La persona indicada y llamada a hacer esa sanación es el Gobernador. Aún cuando he sido crítica de las ejecutorias de este gobierno, estoy totalmente convencida y segura de que él debe reconocer ese sentir del pueblo para poder pasar la página, y no seguir viviendo como si ese dolor no estuviera ahí. Si lo hace, yo sería la primera en respaldarlo.